A veces impera esa necesidad de hablar frente a un
interlocutor mezquino, hermético, vacuo, poluto de sensatez, hipócrita.
Parece soez la razón para enfrentarlo con un argumento, ya
que a va ser ahogado ante una ola de repudios, va a ser enjaulado, condenado a la
inanición.
Pero la conciencia se vacía, la bronca acumulada despoja la
mente, la sangre fluye con más pasividad, la impotencia, al menos la verbal, se
pulveriza, y todo con un rugido de palabras.
Cuanto más uno se aferre a una idea, a un ideal, más
resistencia demostrará aquel que la disienta, muchas veces no por sus
principios, sino por el mero hecho de querer tener la razón, de creerse
superior y superado.
Es una razón inconcebible en muchos casos, ya que está
desnuda de argumentos.
Hay quienes carecen de ejemplos a seguir, otros lobotomizados,
toman como suyo un pensamiento que les inculcaron a la fuerza y lo repiten
hasta el hartazgo.
La batalla jamás se perderá mientras se persista con el
pensamiento inicial a pesar de las calumnias impuestas, de la negatividad que
el oponente quiere desparramar, pero más aún si luego de la tormenta de
palabras puede vislumbrarse el arco iris de posibilidades que se presenta al
tener uno un juicio muy propio e inquebrantable.
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